BOMBA EN LA ÓPERA
T ODA descote, la platea brilla;
brilla o bulle, es igual, gira y contempla
el do de pecho que en la glotis grande
–escenario y telón– vibra, retiembla,
rebota en las paredes, sube en aguas
y anega a todos, a los felicísimos
que piensan mientras tragan, tragan, tragan,
que un bel morir tutta una vita onora.
Agua o música, o no: puro perfume,
y el perfume no ahoga.
Sobreviven, conversan, abanican.
La mano muerta mueve las varillas,
el nácar decorado. “Oh, conde, estalle,
rompa ese peto de su camisola
y no me mire así. Tiemblan mis pechos
como globos de luz...” Petróleo hermoso
o gas hermoso, o, ya electrificados,
globos de luz modernos en la noche.
Noche de ópera azul, o amarillenta,
mientras los caballeros enfrascados
en la dulce emoción de las danseuses
mienten a las condesas sus amores
lánguidamente verdes en la sombra.
Tarde, ¡qué tarde! Ya los terciopelos,
todo granate, sofocados ciñen
esculturales torsos desteñidos,
mientras el escenario ha congregado
a la carne mortal, veraz que canta.
Todos suspensos en la tiple. ¡Cómo!
¿Es la voz? ¡Es la bomba! ¿Qué se escucha?
Oh, qué dulce petardo allí ha estallado.
Rotos muñecos en los antepalcos.
Carnes mentidas cuelgan en barandas.
Y una cabeza rueda allá en el foso
con espantados ojos. ¡Luces, luces!
Gritos de los muñecos que vacían
su serrín doloroso. ¡Luces, luces!
La gran araña viva se ha apagado.
Algo imita la sangre. Roja corre
por entre pies de trapo. Y una dama
muerta, aún más muerta, con su brazo alzado
acusa. ¿A quién? La música aún se escucha.
Sigue sonando sola. Nadie la oye,
y un inmenso ataúd boga en lo oscuro.
- José Hernández (de En un vasto dominio , 1962) -
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VIDA
E SA sombra o tristeza masticada que pasa doliendo no oculta las palabras, por más que los ojos no miren lastimados.
Doledme.
No puedo perdonarte, no, por más que un lento vals levante esas olas de polvo fino, esos puntos dorados que son propiamente una invitación al sueño de la cabellera, a ese abandono
largo que flamea luego débilmente ante el aliento de las lenguas cansadas.
Pero el mar está lejos.
Me acuerdo que un día una sirena verde del color de la Luna sacó su pecho herido, partido en dos como la boca, y me quiso besar sobre la sombra muerta, sobre las aguas quietas seguidoras. Le faltaba otro seno. No volaban abismos. No. Una rosa sentida, un pétalo de carne, colgaba de su cuello y se ahogaba en el agua morada, mientras la frente arriba, ensombrecida de alas palpitantes, se cargaba de sueño, de muerte joven, de esperanza sin hierba, bajo el aire sin aire. Los ojos no morían. Yo podría haberlos tenido en esta mano, acaso para besarlos, acaso para sorberlos, mientras reía precisamente por el hombro, contemplando una esquina de duelo, un pez brutal que derribaba el cantil contra su lomo.
Esos ojos de frío no me mojan la espera de tu llama, de las escamas pálidas de ansia. Aguárdame. Eres la virgen ola de ti misma, la materia sin tino que alienta entre lo negro, buscando el hormiguero que no grite cuando le hayan hurtado su secreto, sus sangrientas entrañas que salpiquen. (Ah, la voz: “Te quedarás ciego”.) Esa carne en lingotes flagela la castidad valiente y secciona la frente despejando la idea, permitiendo a tres pájaros su aparición o su forma, su desencanto ante el cielo rendido.
¿Nada más?
Yo no soy ese tibio decapitado que pregunta la hora, en el segundo entre dos oleadas. No soy el desnivel suavísimo por el que rueda el aire encerrado, esperando su pozo, donde morir sobre una rosa sepultada. No soy el color rojo, ni el rosa, ni el amarillo que nace lentamente, hasta gritar de pronto notando la falta de destino, la meta de clamores confusos.
Más bien soy el columpio redivivo que matasteis anteayer.
Soy lo que soy. Mi nombre escondido.
- Ciria (de Pasión de la Tierra , 1935) -
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ODA A LOS NIÑOS DE MADRID MUERTOS POR LA METRALLA
S E ven pobres mujeres que corren en las calles
como bultos o espanto entre la niebla.
Las casas contraídas,
las casas rotas, salpicadas de sangre;
las habitaciones donde un grito quedó temblando,
donde la nada estalló de repente,
polvo lívido de paredes flotantes,
asoman su fantasma pasado por la muerte.
Son las oscuras casas donde murieron niños.
Miradlas. Como gajos
se abrieron en la noche bajo la luz terrible.
Niños dormían, blancos en su oscuro.
Niños nacidos con rumor a vida.
Niños o blandos cuerpos ofrecidos
que, callados los vientos, descansaban.
Las mujeres corrieron.
Por las ventanas salpicó la sangre.
¿Quién vio, quién vio un bracito
salir roto en la noche
con luz de sangre o estrella apuñalada?
¿Quién vio la sangre niña
en mil gotas gritando:
¡crimen, crimen!,
alzada hasta los cielos
como un puñito inmenso, clamoroso?
Rostros pequeños, las mejillas, los pechos,
el inocente vientre que respira:
la metralla los busca,
la metralla, la súbita serpiente,
muerte estrellada para su martirio.
Ríos de niños muertos van buscando
un destino final, un mundo alto.
Bajo la luz de la luna se vieron
las hediondas aves de la muerte:
aviones, motores, buitres oscuros cuyo plumaje encierra
la destrucción de la carne que late,
la horrible muerte a pedazos que palpitan
y esa voz de las víctimas,
rota por las gargantas, que irrumpe en la ciudad como un gemido.
Todos la oímos.
Los niños han gritado.
Su voz está sonando.
¿No oís? Suena en lo oscuro.
Suena en la luz. Suena en las calles.
Todas las casas gritan.
Pasáis, y de esa ventana rota sale un grito de muerte.
Seguís. De ese hueco sin puerta
sale una sangre y grita.
Las ventanas, las puertas, las torres, los tejados
gritan, gritan. Son niños que murieron.
Por la ciudad, gritando,
un río pasa: un río clamoroso de dolor que no acaba.
No lo miréis; sentidlo.
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LOS AÑOS
¿S ON los años su peso o son su historia?
Lo que más cuesta es irse
despacio, aún con amor, sonriendo. Y dicen: “Joven;
ah, cuán joven estás...” ¿Estar, no ser? La lengua es justa.
Pasan esas figuras sorprendentes. Porque el ojo –que está aún vivo– mira
y copia el oro del cabello, la carne rosa, el blanco del súbito marfil. La risa es clara
para todos, y también para él, que vive y óyela.
Pero los años echan
algo como una turbia claridad redonda,
y él marcha en el fanal odiado. Y no es visible
o apenas lo es, porque desconocido pasa, y sigue envuelto.
No es posible romper el vidrio o el aire
redondos, ese cono perpetuo que algo alberga:
aún un ser que se mueve y pasa, ya invisible.
Mientras los otros, libres, cruzan, ciegan.
Porque cegar es emitir su vida en rayos frescos.
Pero quien pasa a solas, protegido
por su edad, cruza sin ser sentido. El aire, inmóvil.
Él oye y siente, porque el muro extraño
roba a él la luz pero aire es sólo
para la luz que llega, y pasa el filo.
Pasada el alma, en pie, cruza aún quien vive.
- José Lucas (de Poemas de la consumación , 1968) -
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